| Aquella mañana Ruliño entró por primera vez en la escuela, con zuecos nuevos y con el pelo arreglado. Lo llevó su madre.
Era un día como todos, pero a él le pareció diferente. A esa hora estaba acostumbrado a ir al campo, donde llamaba a los bueyes o hacía de contrapeso encima de la grada.
Su abuelo ya le había hablado de la escuela cuando le enseñaba las primeras letras. Además él veía cómo iban y venían los otros niños, con un silabario en la mano guiando con la otra un aro de hierro o la rueda con dientes de la carraca.
Desde que pasó el umbral del portalón, fue posando sus ojos en cuanto se le ponía delante. Vio el nogal y los bancos de piedra y las escaleras exteriores de la casa. Los chiquillos leían gritando y cantaban los números. Todos miraron de hito en hito cuando lo vieron entrar con su madre. Al principio empezaron a temblarle las piernas a Ruliño. Sentía cierta vergüenza. Poco a poco le fue pasando e incluso sonrió cuando el maestro le puso cariñosamente una mano sobre el hombro.
Después que arreglaron todo, su madre le aconsejó:
- Siéntate, hijo, y ya sabes: ten juicio y mete las letras en la cabeza.
Y Ruliño dijo mientras se sentaba en un banco:
- Si, mamá, ya entiendo. Estudiaré siempre para aprender un montón de cosas. Ya me habló de eso el abuelo.
Ruliño se sintió otro. Como si en un día hubiese crecido más de la cuenta. |
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